Volar se escribe con V

Era como estar en una sala de cine, de esas modernas con sistema dolby sorrounding. Los graznidos se escuchaban por todos los lados; intensos cuando sobrevolaban nuestras cabezas, más débiles cuando se alejaban y como en una especie de eco aquellos que sonaban en la lejanía.

Las bandadas venían desde el sur volando como flechas, organizadas como perfectos batallones.

Llegaban de lejos, del sur de España y en sus graznidos iba impresa la alegría de llegar a la Sotonera, un alto en el camino en ese viaje a tierras europeas.

La soleada tarde dominical sin viento y sin gente, confería un paisaje perfecto para enmarcar el lienzo que ofrecían esos miles de aves que danzaban por el cielo reagrupándose entes de aterrizar junto a las aguas del pantano.

Mirando al cielo se nos escaparon dos horas hermosas en las que el espectáculo de las grullas nos tenía encandilados.

Los rayos del sol jugaban con las plumas de estas aves. Se alineaban y pirueteaban surcando el cielo y, caprichosas, parecían colas de cometas voladas por niños, serpentinas lanzadas por las nubes precipitándose en el vacío para luego volver a remontar, cascadas de lágrimas plateadas que caían ordenadas como fichas en un efecto dominó.

En algún giro alguna grulla despistada perdía comba en una de las uves de la bandada y volaba sola por la inmensidad azul, graznando despiadadamente hasta unirse a otro grupo del viaje.

Iban y volvían hasta la sierra que recortaba nuestro horizonte por el norte y de allí regresaban en grupos más numerosos, incrementando el volumen de su serenata.

Un espectáculo digno de contemplar, con entrada gratuita, en butacas de hierba y libres del desagradable graznido del compañero de asiento comiendo palomitas de maíz.